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SEPTIEMBRE 2003 - Volumen: 78 - Páginas: 82
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El urbanismo se remonta a períodos remotos de la historia. Los primeros asentamientos de nuestros antepasados constituyen los primeros balbuceos de esta técnica. Las grandes civilizaciones de la Humanidad fueron conformando, paulatinamente, asentamientos humanos de mayor complejidad; algunas de las obras realizadas durante estos períodos hegemónicos han llegado a nuestros días (acueductos, baños públicos, saneamientos, ciudades funerarias, etc.) Pero el urbanismo con el que podemos identificarnos hoy en día se desarrolla a partir del siglo XIX, cuando, junto a la visión arquitectónica de los espacios interiores, empieza a cobrar protagonismo la capacidad económica, social y política para plantearse los espacios externos, es decir, el urbanismo. Afrontando los grandes fenómenos que siguen a la Revolución Industrial (emigración masiva hacia las ciudades y aparición de los nuevos medios de locomoción), el siglo XIX se enfrenta con los problemas del espacio ciudadano, irrumpe más allá de las murallas antiguas, crea nuevos barrios periféricos y, en definitiva, formula los temas sociales del urbanismo tal como hoy los conocemos y abordamos. Podemos decir, por tanto, que en el siglo XIX, movidos por una voluntad organizadora, se intentó encauzar el “desastre urbanístico”, aclarando los problemas y proponiendo las primeras soluciones a la ciudad moderna. Como continuación de esta voluntad, los urbanistas del siglo XX, desde el primer momento, formulan sus propuestas de manera incompatible con el control privado de los suelos urbanos, reclamando el control público de los mismos. Espíritu que se pone de manifiesto en la célebre Carta de Atenas, publicada en 1941 por Le Corbusier, que termina con la siguiente afirmación: “El interés privado será subordinado al interés colectivo”. Aquí, el planteamiento se desplaza de la ciudad a los ciudadanos, en cuya vida se distinguen cuatro granes funciones: la residencia, el tiempo libre, el trabajo y la circulación. Éste es el objeto de cualquier política urbanística: hacer lo más satisfactorio posible cualquiera de estas necesidades de la vida. De ahí que la Arquitectura contemporánea no pueda desligarse del urbanismo. Tampoco la Ingeniería. Ambas presentan alternativas precisas a los mecanismos de la ciudad tradicional y se hace explícito con los presupuestos económicos, jurídicos y políticos de los modelos tradicionales, de manera particular con la propiedad privada de las zonas edificables. El urbanismo que hemos heredado tiene en su interior toda la impronta del reformismo que va unido al Estado de Bienestar de la postguerra europea, y que es el modelo de nuestra actual Constitución. Impronta que hace de la práctica del urbanismo actual una actividad pluridisciplinar, con dimensiones dispares, desde la asignación del suelo hasta el proyecto de las formas urbanas, pasando por las infraestructuras urbanas que permitan la vida. Esta disparidad de dimensiones nos lleva al eterno debate sobre si el urbanismo es una profesión autónoma o una especialización profesional. En todos los países occidentales, arquitectos urbanistas, geógrafos urbanistas, economistas urbanistas, sociólogos urbanistas, ingenieros urbanistas, abogados urbanistas (urbanistas a secas en los países que disponen de enseñanzas específicas) tienen formaciones con poco en común, pero sus actividades confluyen en el campo del urbanismo y la ordenación del territorio. La homogeneidad profesional no existe prácticamente en ningún país; los cuerpos profesionales especializados y las disciplinas existentes se han repartido el campo del urbanismo.
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