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OCTOBER 1975 - Volume: 50 - Pages: 73-78
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No es nada nuevo afirmar que el mundo medieval fue un mundo cerrado. Sus aldeas valladas pueden ser todo un símbolo. Aldeas perdidas que, en un claro del bosque, cobijan familias, «protegidas y esclavas», de un señor feudal. O quizás campesinos independientes que, trabajando sus trozos de terruño, guardan sus inciertas vidas formando pequeñas comunidades. La dura naturaleza es amenazante, y su fuerza ha de ser conjurada con ritos mágico-religiosos. Pero también es amiga próxima, siempre cercana. Alrededor, el horizonte limita el cerrado paisaje, vivido con el calor de lo familiar, de lo próximo, porque en él transcurre toda la existencia. Sin embargo, el hombre medieval, ligado a la tierra, no se siente preso con estas limitaciones, que aplastarían al hombre de nuestro siglo. Quizás sea «siervo de la gleba», pero lo es sin rebelión, por Providencia, «porque las cosas son así». En general, más le afectan las hambres y pestes que las guerras o la política (1).
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